
Buscando a un viejo amigo
Los ojos asombrados de Miss Ann Thrope escudriñan la calle bulliciosa. Nunca había visto tanto carro en su vida y de tantos colores también. Durante su largo encierro de invalidez el mundo avanzó como a la velocidad del rayo y ahora, parada en la esquina y mirando los coches pasar, su corazón late de miedo y emoción.
Recuerda el auto nuevo del bello Florian. El zumbido de los coches y el bullicio de la calle principal despiertan en sus recuerdos el último paseo y sus trágicas consecuencias. Con un esfuerzo, deshilacha esos recuerdos y guarda la maraña en un cajón mental que siempre queda entreabierto.
Miss Ann Thrope cierra los ojos y en su mente recorre las calles de su juventud. Conoce el camino que lleva a la casa de su amigo Armistice, pero ahora el pueblo ha cambiado tanto que apenas reconoce la esquina donde espera. Solo la antigua biblioteca sigue en el mismo lugar y sabe que la casa de Armistice queda a media cuadra de ella.
El claxon de un coche le asusta y abre los ojos. El monito animado que brilla en la acera contraria camina hacia la eternidad y el conductor del coche detenido frente a ella le indica que debe cruzar la calle. Atolondrada y nerviosa como una ardilla, Miss Ann Thrope mueve sus piernas nuevas, jóvenes y fuertes y llega a la banqueta de enfrente en segundos. Consciente de que hace poco le hubiera costado un esfuerzo gigante cruzar, se permite una ligera sonrisa; pero un rechinido distante de frenos y el claxonazo desesperado le borran la sonrisa y le estremecen el cuerpo. Imágenes de sus últimos momentos de libertad y juventud atropellan sus pensamientos, y sus labios tiemblan mientras las lágrimas le brincan a los ojos.
Pero hoy es diferente, piensa. Hoy soy diferente.
Apresura el paso y en minutos se encuentra frente a la casa de Armistice, que ya no es la casa de Armistice. La antigua casa de ladrillo sigue en pie, pero ahora tiene un aire de desdén, un aire de prisa, de carreras diarias, y de que aquí no encontrará una limonada fresca de bienvenida. Hay dos coches estacionados y juguetes de niños regados por todo el jardín frontal. Hay parches de césped muerto y los maceteros de las ventanas están vacíos. Miss Ann Thrope recuerda las flores amarillas, rojas y blancas que la mamá de Armistice cuidaba con recelo, como si fueran sus propios hijos, y ya no queda ni rastro de ellas.
Con el corazón revoloteándole en el pecho, Miss Ann Thrope toca la puerta y espera. Un hombre chaparro, gordinflón y con cara de pocos amigos, abre la puerta.
—¿Qué quiere?—gruñe.
—¿Se encuentra Armistice?
—¿De qué habla? ¡Qué armisticio ni que ocho cuartos, aquí no nos interesa lo que está vendiendo!
Y sin decir más, azota la puerta en las narices de Miss Ann Thrope, quien se queda pasmada. Tímidamente, levanta la mano y vuelve a tocar.
—Busco mi amigo Armistice—le dice a la puerta cerrada. Pero no recibe respuesta y Miss Ann Thrope, cabizbaja, se aleja de esa casa tan maleducada.
¿Y ahora qué?, piensa, y las lágrimas le corren por las mejillas.
Un vendaval sopla por la calle y revuelca las hojas muertas y los escombros de la banqueta, formando un torbellino. Ella corre detrás del torbellino porque algo le dice que la llevará hacia Armistice. El torbellino se disuelve al llegar a la antigua biblioteca, y frente a su puerta encuentra una circular descartada anunciando los cien años de Armistice. El rostro sonriente y arrugado de su viejo amigo ilumina la fotografía en blanco y negro. Miss Ann Thrope sonríe. En la circular hay una dirección domiciliar.
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