
Adelita
El sol se asoma desde el horizonte, haciendo estallar la planicie en llamas de luz roja parpadeante, como piedras preciosas danzando a la luz de una fogata. Sentada en su mecedora de mimbre, Adela respira el aire fresco de la mañana y siente el dulzor del sereno sobre su piel. La noche huye de las llamaradas del sol, que da lengüetadas naranjas y amarillas sobre la pradera. Estas se acercan como tentáculos hacia Adela, quien espera con la chispa del que busca una memoria en el cielo azul rey.
Sus ojos perforan el aire limpio y fragante a hierba de campo, y a lo lejos ve una multitud brumosa. Adela se remoja los labios con la lengua, y sus dedos adiestrados pausan el tejer constante y mecánico que lleva sobre el vientre y que se derrama sobre sus pies, esparciéndose por el piso de madera. A la manta sólo le faltan los últimos detalles: el último nudo y ¡tras! el tijeretazo que pondrá punto final al tejido de su larga vida.
Las sombras centelleantes se acercan, y entre la luz roja y nacarada del alba, Adela ve a quienes espera. Una ligera sonrisa se levanta en los labios arrugados y secos, y sus ojos brillan de juventud. A lo lejos se distingue la silueta del hombre que la guerra le arrebató siglos atrás. El rumor distante de una cabalgata se pierde entre el despertar de la vida, el chillido espectral de los pavorreales y el kikirikí del gallo.
Adela mantiene sus ojos fijos en el horizonte. Sus dedos siguen pausados sobre su tejer y su mente se remonta a aquella madrugada, cuando él se puso el sombrero y montó su caballo blanco como la mañana.
—Regresaré por ti, y entonces nos iremos y estaremos juntos para siempre—.
Con un adiós empapado de lágrimas y sereno, ella se sentó sobre su mecedora de mimbre y se puso a tejer, viéndole alejarse hacia el sol, apurándose para unirse a la caballería distante.
La figura de un hombre con sombrero montando un caballo blanco se define entre el fuego de la madrugada. Ella aguanta la respiración, pero la figura pasa de largo y desaparece en el centelleo diamante del alba ardiente.
Adela suspira y sus ojos se llenan de sereno. Sus dedos deshilachan el tejido de un año; mañana comenzarán a tejer de nuevo.
El año que entra— se dice a sí misma— el año que entra seguro vendrá por mí.
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